Mi tía Lela, reminencias

Siempre he creído que la mujer es el centro de gravedad de la familia, quizás por mi orfandad paterna tan prematura y la calidez que se nos diera en el seno del hogar paterno de mi madre, al levantarme y crecer entre tantas mujeres valerosas, sus hermanas solidarias, quedé marcado por un profundo respeto hacia la autoridad moral de la mujer sobre todos los suyos.

Hablo siempre de mis dos madres al mencionar a mi tía Lela, que se complacía al decir y obrar en consecuencia “a quien Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos.”

Era madre para todos los sobrinos, a quien definí en su epitafio afirmando que la abnegación tuvo que llevar algún día su nombre.

De ella quiero recordar estas cosas: era modista encantadora, pero del traje que más hablaba con frecuencia, era uno sencillo, que conservaba de su madre muerta a los 33 años. Madre ya de 7 hijos, de los cuales perdiera a su primogénito en un terrible hecho accidental que la llevó a ella también a su muerte.

Diego, de apenas 9 años, jugaba con un primito con un revólver enmohecido que había sido enterrado junto a armas mayores en el cacaotal del pozo por su padre, que se fuera al exilio político en Cuba junto a sus primos Ramón Cáceres y Horacio Vásquez y un grupo de valientes.

La madre María Dolores, fue tal su tristeza, que se negó a probar bocado alguno al morir el niño; contrajo tisis, azote de aquel tiempo, y su madre María Virgen, valerosa, desafió el contagio y cerró sus ojos contra toda advertencia. Quemaron la casona y sus vestimentas y enseres, como era costumbre, y la tía Lela las evocaba a las dos indicándonos a los niños cómo son los deberes de asistencia.

Naturalmente, todos los hermanitos fueron repartidos, criados por tíos y tías hermanos del viejo combatiente. De ahí surgió lo que hoy cuento.

Mi tía y madrina Garín confrontaba la tragedia nueva de que su joven y bella hija, Maricusa, había contraído el pavoroso quebranto. Y esa desgracia hizo cerrar filas a aquella familia, que tan unida era, pese a la adversidad que ya dijera. Nadie se atrevió a sugerir a Garín que su Macú fuera aislada en patio, según la costumbre. Tenía que seguirse la tradición que mamá Virgen dejó, al cerrarle sus ojos a María Dolores, pasare lo que pasare, junto a su lecho. Mi tía Garín no tuvo la misma suerte y la tisis también logró luego vencerla.

Llevaron la enferma adolescente a vivir, más bien a esperar la muerte, al Santo Cerro, donde estaba al frente del templo el santo sacerdote Fantino. Las hermanas caminarían en el calvario.

En mi casa había un carro para viaje de alquiler del año 39 y un día, por excepción y por mi pataleta de adolescente de que quería ir a ver a mi tía y madrina y a su idolatrada hija, que ya tenía hecho su ataúd forrado de un tafetán suave y blanco, surgió entonces el problema de que para complacer al niño había que violar la ley “por exceso de pasajeros”, según indicara con prudencia Dhimas, Barba de Coco, que era su chofer de todos los días. Mi tía Lela no cedió a la severa advertencia y dijo: “Nos vamos y yo asumo las consecuencias.”

Todo fue bien en el viaje de ida y yo venía muy contento porque hasta conocí al padre Fantino, que me diera la bendición, pero al regreso, en el Cruce de Rincón había dos motores

del Ejército, que era el que se ocupaba entonces del “tránsito carretero”. Fue tremendo el momento, porque Dhimas iría preso por el pasajero en exceso que era yo. Mi madre, que era muy respetuosa de la ley, se contrarió pensando que talvez me llevaban a mí también.

En fin, comenzaron a levantar el acta de contravención de un hecho tenido como “muy grave”. Con eso lo digo todo.

Mi tía Lela era, no obstante, invencible, y bajó del carro para alegar ante aquella imponente autoridad y dijo: “Ese hombre es inocente; ese carro es de nosotros y fuimos los que trajimos al niño en exceso; póngame la multa a mí, o lléveme presa.”

Los militares no sonrieron, siguieron con su inusitado trabajo de regular el tránsito, se diría hoy. Sin embargo, ocurrió algo desconcertante mientras aguardábamos qué hacer en el enojoso tranque, se acercó el más joven de los guardias, creo que era Sargento, y le dijo a mi tía: “Doña, no hemos escrito nada; esperamos que ustedes nos protejan y no cuenten ésto. Usted dijo que el carro es de la familia, pero también lo es la joven que se muere en el Santo Cerro; váyanse con Dios, que nosotros nos arreglaremos.”

Aquel episodio se comentó muchas veces en mi familia, por lo bajo naturalmente, dadas las circunstancias de aquel tiempo. La tía Lela siempre decía: “Así como esos, hay cientos de guardias buenos; ustedes verán que, a la larga, muchos caerán por libertarnos de este infierno.”

La tía era un cuadro de oposición sublimemente intransigente. Luego, algunos años después, al caer los muchachos de nuestra escuela, hecho artilleros, Narciso Viloria, Amado Cury y los hermanos Dondo y Papito Pérez, en el complot del Capitán Marchena, siempre nos decía: “Nosotros los dominicanos tenemos en todas partes gente buena.” Hoy siento cerca las lágrimas al recordar todo aquello. Amén.

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