Comenzaré esta entrega de una manera singular al citar algo publicado en el Diario Libre en fecha 21 de noviembre de 2024 relacionado con unas declaraciones que diera en Rio de Janeiro el Presidente de Francia, Emmanuel Macron, al ser interpelado insistentemente por un ciudadano haitiano acusándole a él y a Francia “de ser responsables de la situación de Haití.”
A ello respondió el mandatario: “Unos completos idiotas los responsables haitianos que destituyeron al Primer Ministro Garry Conille.” Se refería a los diez miembros del Consejo Presidencial de Transición del gobierno de Haití .
Esto ocurrió y fue grabado al salir el mandatario francés del lugar donde sesionaba el G20, a punto de partir para Chile.
Hubo asimismo otra expresión del mandatario galo, seguramente más importante, que el mismo diario trae, que consistió en lo siguiente: “Francamente fueron los haitianos quienes mataron a Haití al permitir el narcotráfico…”, agregando: “El Primer Ministro era estupendo. Yo lo defendí, pero lo despidieron.”
Me llamó la atención la primera expresión, pues “idiota” es aquel “tonto de entendimiento”; “bobo, necio, estúpido, engreído, presuntuoso, petulante, fantasma.” Sin embargo, la otra expresión refiriéndose al Narcotráfico es algo de mayor significación y ésto necesariamente ocupará el espacio de otra entrega.
Así que es necesario entender que la conformidad del mandatario francés se perdió porque él confía mucho en el grado y el tipo de beligerancia agresiva de su amigo despedido del cargo.
Ahora bien, se enrarece aún más el hecho de esas declaraciones, porque se produjo el mismo día que llegaba la información de que se estaba instalando una nueva base militar en Haití a la cual llegaban dos mil hombres desde Francia, que venían entrenados para el restablecimiento del nuevo ejército haitiano; al parecer, ésto puede explicar el desagrado, además, del presidente galo ante la separación del Primer Ministro, días antes de la llegada de su nuevo ejército.
A mí me dio una impresión preocupante, muy especial, porque desde el año 2022 desde La Respuesta comencé a tratar una noticia que había aparecido en la prensa internacional relativa a que Francia entrenaba en La Guinea, que fuera una de sus antiguas Colonias, precisamente a 2,000 hombres haitianos para que, “como fuerzas especiales”, vinieran a constituir el nuevo ejército que sustituiría el disuelto en tiempos de Clinton y Aristide. De manera, pues, que aquella noticia de hace dos años puede estar relacionada a lo que hoy aparece como iniciativa en curso de ejecución por la misma Francia, con el mismo número de soldados y el establecimiento de una Base Militar adecuada.
Desde luego, el asunto hay que tratarlo con cuidado, pues lo que sobrevino al principio no fue eso, sino una iniciativa oscura del Consejo de Seguridad destinada a traer desde África una “fuerza pacificadora”encargada del desarme y apresamiento de las Pandillas Criminales que azotan la población con millares de asesinatos, cientos de violaciones e incendios, ante una policía virtualmente inexistente e incapaz de hacer tales tareas.
Así se dio el esperpento de Resolución que se dictara para dar licencia a “Estados Voluntarios” que, por la libre, quisieran mandar sus fuerzas militares o policiales; lo podían hacer, pero que se entendiera que esa especie de “Legión Extranjera” era ajena a ONU y su arrogante Consejo de Seguridad.
Sabemos que fue Kenia, de África, la que se prestó para encabezar la extraña aventura que aseguró la participación de por lo menos 4 Estados más de África. Todo pareció hacerse así porque China y Rusia informaron de sus Vetos a cualquier iniciativa de Cascos Azules formales de ONU, “porque no era eso lo que el pueblo de Haití quería.” China lo enfatizó literalmente.
Así las cosas, no se hacen esperar las preguntas acerca de cómo ha resultado la aventura: ¿Ha sido un fracaso enorme, sí o no? ¿Por qué fue tan desastrosa la experiencia?
Ahora Francia entra en sustitución de Kenia en los momentos de cambio de mando en el Norte; sale del poder el partido de Obama-Clinton y Biden-Kamala; se le teme al carácter fuerte de los que vienen. Haití pide desesperadamente “que se envíen Cascos Azules”, pero China ejerce su Veto y vuelve a alegar que esa solicitud no representa lo que quiere realmente Haití, tal como versaba su primera motivación para vetar.
Todo lo anterior tiene características de un laberinto; ¿qué buscan? ¿qué quieren? ¿Se acabó la etapa de los diseños de la fusión de los dos Estados? ¿Acaso se han convencido de que dos Naciones traerían una balcanización caótica en la Isla de Santo Domingo si se fusionan los Estados? Y si Trump tiene que reaccionar desde el poder frente a algún tiroteo a alguno de los vuelos de sus aviones comerciales repletos de pasajeros, ¿cómo lo haría?
Pero todos estos enigmas se vinieron sembrando desde la presidencia de Bill Clinton.
Voy a hacer una prueba irrefutable del error de aquel hombre tan brillante en la decisión de disolver el Ejército de Haití. Sólo citaré una parte específica de su obnubilación, pese a su mente notable, haciendo “una cita larga” de su obra autobiográfica Mi Vida. Espero, claro está, que aún siendo larga mantenga su interés como aquel histórico “telegrama largo” de George Kennan en 1946, que sirviera de umbral a la guerra fría. Cito:
“En Septiembre, la crisis de Haití llegó al límite. El general Cédras y sus matones habían intensificado su reino del terror; ejecutaban a niños huérfanos, violaban a mujeres jóvenes, asesinaban a curas, mutilaban a gente y dejaban los cuerpos en medio de las calles para aterrorizar a los demás y destrozaban los rostros de las madres con machetes, en presencia de sus hijos. En aquel momento, ya llevaba dos años tratando de alcanzar una solución pacífica y estaba harto. Hacía más de un año, Cèdras había firmado un acuerdo para traspasar el poder, pero cuando llegó el momento de irse, sencillamente se negó.
Era hora de echarlo, pero la opinión pública y la tendencia del Congreso eran contrarios a esa idea. Aunque el caucus negro del Congreso, el senador Tom Harkin y el senador Chris Dodd me apoyaban, los republicanos se oponían firmemente a cualquier acción; la mayoría de demócratas, incluido George Mitchell, pensaban que trataba de arrastrarlos a otro precipicio sin el apoyo de la ciudadanía ni la autorización del Congreso. Incluso, había una división interna en la administración. Al Gore, Warren Christopher, Bill Gray, Tony Lake y Sandy Berger estaban a favor. Bill Perry y el Pentágono estaban en contra, pero habían preparado un plan de invasión por si yo daba orden de atacar.
Yo creía que debíamos actuar. Estaban asesinando a gente inocente en nuestras narices, y ya habíamos gastado una pequeña fortuna para atender a los refugiados haitianos. Naciones Unidas apoyó unánimemente la expulsión de Cèdras.
El 16 de septiembre, en un intento de última hora de evitar una invasión, envié al presidente Carter, a Colin Powell y a Sam Nunn a Haití para intentar persuadir al general Cèdras y a sus seguidores en el ejército y en el parlamento de que aceptaran pacíficamente el regreso de Aristide; Cèdras debía dejar el país. Por distintas razones, todos se mostraban en desacuerdo con mi decisión de utilizar la fuerza para devolver el poder a Aristide. Aunque el Centro Carter había supervisado la arrolladora victoria de Aristide en las elecciones, el presidente Carter había desarrollado una relación con Cèdras y dudaba del compromiso de Aristide con la democracia. Nunn estaba en contra de la vuelta de Aristide hasta que se celebraran elecciones parlamentarias, porque no confiaba en que Aristide protegiera los derechos de las minorías si no existía una fuerza de compensación establecida en el parlamento. Powell pensaba que solo el ejército y la policía podían gobernar Haití y que éstos jamás colaborarían con Aristide.
Como los acontecimientos posteriores demostraron, había algo de razón en sus afirmaciones. Haití estaba profundamente dividido, económica y políticamente; no poseía ninguna experiencia democrática previa; no había clase media como tal y tenía una escasa capacidad institucional para gestionar un estado moderno. Aunque Aristide volviera sin complicaciones, quizá no lograría gobernar. Sin embargo, él era el presidente -había salido elegido por mayoría aplastante- y Cèdras y su panda estaban matando a gente inocente. Al menos podíamos detener ese estado de cosas.
A pesar de sus reservas, el distinguido trío se comprometió a comunicar fielmente mi política. Querían evitar una entrada norteamericana violenta que pudiera empeorar las cosas. Nunn habló con los miembros del parlamento haitiano; Powell contó a los mandos militares, en términos muy gráficos, qué sucedería si Estados Unidos invadía la Isla y Carter se dedicó a Cèdras.
Al día siguiente fui al Pentágono para repasar el plan de invasión con el general Shalikashvili y la Junta del Estado Mayor y, por teleconferencia, con el almirante Paul David Miller, el comandante de la operación global, y el teniente general Hugh Shelton, comandante del Decimoctavo Cuerpo Aerotransportado, que encabezaría nuestros soldados en la isla. El plan de invasión requería una operación unificada, en la que estaban implicados todos los cuerpos del ejército. Dos portaaviones se encontraban en aguas haitianas; uno transportaba fuerzas de las Operaciones Especiales, el otro, soldados de la Décima División de Montaña. Los cazas de las fuerzas aéreas estaban dispuestos para garantizar el apoyo aéreo necesario. Los marines tenían la misión de ocupar Cap Haitien, la segunda ciudad más grande del país. Los aviones que transportaban a los paracaidistas de la Octogésimo segunda División Aerotransportada saldrían de Carolina del Norte y ellos saltarían sobre la isla justo al inicio del asalto. Los SEAL entrarían antes para explorar las zonas designadas. Ya habían realizado un asalto de prueba aquella mañana; habían salido del agua y arribado a tierra sin ningún incidente. La mayoría de los soldados y del equipamiento debía entrar en Haití para la operación llamada “RoRo”, por “roll on, roll off”. Los soldados y los vehículos avanzarían en lanchas y navíos de desembarco para el viaje hacia Haití y luego se replegarían en la costa haitiana. Cuando la misión se hubiera cumplido, el proceso se revertiría. Además de las fuerzas norteamericanas, contábamos con el apoyo de otros veinticinco países que se habían sumado a la coalición de Naciones Unidas
Cuando faltaba poco para la hora de nuestro ataque, el presidente Carter me llamó y rogó que le diera más tiempo para convencer a Cèdras de que se fuera. Carter quería evitar a toda costa una invasión militar. Y yo también. Haití no tenia ninguna capacidad militar; sería como disparar contra una diana inmóvil. Acepté darle tres horas más, pero le dejé claro que el acuerdo al que llegara con el general no podía contemplar ninguna dilación en el traspaso del poder a Aristide. Cèdras no podía disponer de más tiempo para asesinar a niños, violar a jóvenes y mutilar a mujeres. Ya nos habíamos gastado doscientos millones de dólares para proporcionar refugio a los haitianos que habían dejado su país. Yo quería que pudieran volver a sus casas,
En Pour-au-Prince, cuando el límite de las tres horas se agotó, una multitud furiosa se congregó frente al edificio donde aún se desarrollaban las negociaciones. Cada vez que yo hablaba con Carter, Cèdras proponía un trato distinto, pero todos ellos le daban cierto margen de maniobra para ganar tiempo y postergar el regreso de Aristide. Los rechacé todos. Con el peligro fuera y el plazo para la invasión a punto de cumplirse, Carter, Powell y Nunn siguieron esforzándose por convencer a Cèdras, sin éxito. Carter me suplicó más tiempo. Acepté otro plazo; hasta las 5 de la tarde. Los aviones con los paracaidistas debían llegar justo después de que cayera la noche, hacia las seis. Si los tres seguían negociando para ese entonces, correrían un peligro mucho mayor a manos de la multitud.
A las 5.30 seguían allí y la situación era mucho más peligrosa, porque Cèdras ya estaba enterado de que la operación había empezado. Había estado vigilando la pista de aterrizaje de Carolina del Norte, cuando nuestros sesenta y un aviones con los paracaidistas despegaron. Llame al presidente Carter y le dijo que él, Colin y Sam tenían que irse inmediatamente. Los tres hicieron un último llamamiento al jefe titular del estado de Haití, el presidente de ochenta y siete años Emile Jonassaint, que finalmente dijo que eligiría la paz en lugar de la guerra. Cuando todos los miembros del gabinete aceptaron, menos uno, Cèdras por fin cedió, menos de una hora antes de que el cielo de Port-au-Prince se llenara de paracaidistas. En lugar de eso, ordené que los aviones dieran media vuelta y regresaran a casa.
Al día siguiente, el general Shelton lideró a los primeros quince mil hombres de la fuerza multinacional hacia Haití, sin que hubiera que disparar un solo tiro. Shelton era un hombre que llamaba la atención; medías más de metro ochenta, tenia el rostro cincelado y un deje sureño ligeramente arrastrado. Aunque era un par de años mayor que yo, seguía saltando en paracaídas regularmente, junto con sus soldados. Tenía aspecto de ser capaz de deponer a Cèdras él sólo. Yo había visitado al general Shelton hacia poco tiempo, en Fort Bragg, después de que en un accidente de avión, en la base aérea cercana de Pope, murieran algunos hombres que estaban de servicio. En la pared del despacho de Shelton había fotografías de dos grandes generales confederados de la guerra de la Independencia, Robert E. Lee y Stonewall Jackson. Cuando vi a Shelton por televisión en el momento de saltar a tierra, comenté a un miembro de mi equipo que Estados Unidos había recorrido un largo camino si un hombre que veneraba a Stonewall Jackson podía convertirse en el libertador de Haití.
Cèdras prometió cooperar con el general Shelton y abandonar el poder antes del 15 de octubre, tan pronto como la ley de amnistía general exigida por el acuerdo de Naciones Unidas se aprobara. Aunque casi tuve que arrancarlos de Haití, Carter, Powell y Nunn hicieron una valiente labor en circunstancias muy difíciles y potencialmente peligrosas. Una combinación de diplomacia obstinada y de amenaza militar inminente había evitado el derramamiento de sangre. Ahora era Aristide quien tenía que cumplir con su compromiso de “no a la violencia, no a la venganza, sí a la reconciliación”. Como tantas otras declaraciones por el estilo, era más fácil decirlo que hacerlo.”
(Libro “Mi Vida”, Bill Clinton Páginas 713-717
Siento mucho que el espacio no me deje proseguir y prometo que en la próxima entrega seguiré tratando el tema sobre el nuevo Ejército de Francia y la inconformidad de su gobernante y paso a mis preguntas: ¿No les parece a ustedes, amables lectores, que esa telaraña de sucesos, reproches, malas intenciones y designios indescifrables de esas potencias, tanto las tradicionales como las actuales, constituyen para nosotros una pesadilla extrema? ¿Me creen ustedes en algún desvarío fabulador o, por el contrario, les ha interesado el aporte que pretendo hacer para la buena información, especialmente de nuestro pueblo? Dios Misericordioso es nuestra final garantía de que no seremos dañados, según se pretende. Es mi ruego.
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