Un mayo tranquilo llevó mi recuerdo a un mayo peligroso
Debo hacer una precisión que por razones de espacio no pudo figurar en mi Reminiscencia anterior.
Esto, porque el remordimiento de no haber sido justo en la vida frente a quienes se ha luchado en políticas es un sentimiento muy especial y sensitivo, que puede traer amarguras, no importa cuánto tiempo pase, y obliga al reexamen permanente de cuáles fueron los hechos y circunstancias que originaran los desencuentros.
Se está así, ya, ante una jurisdicción de severa imparcialidad, la de la propia conciencia, a la cual es inútil pretender mentirle, pues es muy íntima y recóndita y no suele descargar de culpa fácilmente, llegando a herir sin remedios.
No creo que exista una experiencia tan interesante como ésta en la ancianidad; es, a mi entender, la más agradable y provechosa, pues puede preparar para el arrepentimiento, si fuera la condena el resultado dictado por su señoría la conciencia, así como, si descarga y absuelve, la satisfacción parece infinita.
En mi caso, al ser tan intensa mi participación en las lides públicas mayores y me ha durado tanto la vida, por gracia de Dios, al recibir los recuerdos de todas y cada una de las vicisitudes vividas, mi conciencia ha tenido, se puede decir, las puertas abiertas para celebrar sus interminables audiencias viscerales y, en verdad, he comprobado que el testigo a descargo prevaleciente ha sido el paso del tiempo.
Los hechos tienen ese raro encanto de que, en un momento dado, el motivo y la ocasión de grandes debates y en el calor de su ocurrencia cada quien ejerce su libre albedrío al calificarlos; pero, luego permanecen los hechos y purifican el entendimiento; esa es la clave de su asombrosa elocuencia.
La verdad se abre paso a la larga; y surgen las otras apreciaciones que rescatan las despreciadas en aquel momento porque la razón termina por honrarlas.
Esto es válido en todos los sentidos; es decir, tanto cuando se ha sido autor, como de otro modo víctima de las imputaciones e interpretaciones incendiarias y frecuentemente falaces.
Esos hechos tercos, por mucho que los deformen y manipulen, cuando comparecen a esa jurisdicción especial de que hablo, la de la conciencia, son decisivos para la imponente sentencia de culpabilidad o inocencia. Nace así la certeza permanente que puede servir para dos cosas, bien la tranquilidad de conciencia, ora un remordimiento que hiera.
Esa extraña fase de la vida del anciano, donde ya no es posible jurar en vano ante Dios, las pasiones apagadas y los rencores vencidos, determina que no es posible ningún regreso a la jungla ardiente de contiendas. Así es como me siento.
Estas reflexiones nacen de la comparación entre lo que llamé “un Mayo manso” al reciente, y el muy tormentoso del año 1978.
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